domingo, 7 de julio de 2013

"Güelos"


Los abuelos son el cariño perpetuo y hoy por hoy parte imprescindible de la vida actual, cada vez más compleja



Son quienes viven orgullosos de nosotros, los que nos consienten, por encima de toda lógica, los caprichos que nuestros padres nos escamotean. Los que aún tienen el tiempo y la paciencia de contarnos los cuentos, de hablarnos de su infancia, de explicarnos mil veces lo que posiblemente no ha ocurrido, ni tan siquiera una, tal como ellos lo exponen.
Son, generación tras generación, el cariño perpetuo, el referente más tierno de nuestra propia infancia, cuando padres y madres estaban ocupados en darnos un futuro y eran responsables de la ropa, los libros del colegio, que comiéramos bien, que tomáramos leche, que no nos resfriásemos, que durmiésemos todas las horas necesarias. Los abuelos, en cambio, podían permitirse ser menos responsables, al fin y al cabo ya habían cumplido, ya habían sido padres.
Recuerdo con cariño, con inmensa ternura (inmensa es decir poco) las pocas veces que mi abuela me despertaba por la mañana para ir al colegio. Me hacía el desayuno, desmenuzando las galletas en la leche y llevándomelas a la cama, y para que no estuviese muy caliente me lo echaba en un plato hondo. Ella nunca lo supo, pero esa papilla de galletas y leche con cacao era lo único que podría haber hecho que yo abandonase entonces mi pereza mañanera, porque la sola posibilidad de que me trajese aquella amalgama a la cama me hacía levantarme más ágil, para llegar a la cocina antes de que ella comenzase a deshacerme las galletas. Pero cuanto la quise, pero cuanto la quiero, aunque haga tanto tiempo que ya no está conmigo.
Nos contaba los clásicos cuentos infantiles y otros que no parecerían ahora muy apropiados para la infancia, esos eran los que más nos gustaban, los que le pedíamos que nos repitiera una y otra vez y de los que casi siempre teníamos que recordarle algún trozo porque posiblemente olvidaba lo que se había inventado el día antes. Hoy por hoy los abuelos son parte imprescindible de la vida actual, cada vez más compleja. Ayudan a sus hijos y cuidan de sus nietos, los levantan temprano para ir al colegio, hablan con la maestra, les preparan el baño, la comida, la cena y los llevan al parque. Participan de la rutina diaria de la mayoría de los niños y niñas que están creciendo ahora. Y qué suerte tenerlos.
Entre abuelos y abuelas y sus nietas y nietos hay un hilo invisible, un afecto especial, diferente a cualquiera, una magia exclusiva que hace que a pesar de que pasen los años, de que a veces se vayan, siempre sabremos con certeza que buena parte de lo que somos se lo debemos a ellos.

martes, 18 de junio de 2013

Lo que importa


Estemos alerta ante lo que nos contamina a nosotros y a nuestros hijos

Lo que importa



Supongo que una de las cosas más complicadas de la vida es realmente eso: saber qué es lo que de verdad importa.

En ocasiones dedicamos tanto tiempo a su búsqueda que descuidamos lo aparentemente pequeño, lo que parece no tener graves consecuencias, pero a la larga acaba definiéndonos y, muchas veces haciéndonos ser precisamente lo contrario de lo que habríamos querido.

Y es que en realidad casi todo importa. Importan los anuncios, programas de la televisión, revistas, películas, etcétera, que se empeñan en hacernos pensar que debemos ser perfectos, que necesitamos unas determinadas proporciones físicas para ser felices, para que nos quieran. Nunca he entendido muy bien por qué debemos convertirnos en cisnes al final del cuento. Ser pato no está mal, y hay muchos tipos de patos, lo de guapos y feos no debe tener mucho que ver con las leyes de la Naturaleza, no al menos como nosotros lo entendemos: los patos de colores más vistosos suelen ser los machos para distraer a los depredadores y que la hembra pueda salvar la nidada.

La perfección es por definición inalcanzable, porque siempre está en las condiciones y la mirada de los otros, así que relajémonos y estemos siempre alerta ante lo que nos contamina a nosotros y sobre todo a nuestros hijos.

Porque todo importa nuestra obligación es analizar con lupa lo que llega a nuestros niños y niñas, a veces bajo la etiqueta de educativo, elaborado con muy buena intención, pero con muy poco análisis. No hace mucho acudía a una actividad de ese tipo, se nos ofrecía un pequeño corto de dibujos animados para motivar nuestro lado cinéfilo. Nada que objetar en el planteamiento, el cine nos permite vivir otras vidas, pero en un momento determinado aparece un personaje que llama la atención, una mujer vestida de rojo, exuberante, contoneándose, tras la que se iban los ojos del personaje protagonista (literalmente, recuerden que era una animación). No iba al cine a disfrutar, iba a ligar. Podría tener cierta gracia si todos los que recibimos ese mensaje subliminal fuésemos adultos, pero la mayoría del público tenía entre 3 y 5 años.

Es sólo un pequeño ejemplo, breve y espero que con poca trascendencia, pero seguro que se va uniendo a muchos más con los que niñas y niños conviven día a día. Por eso saquemos nuestra lupa, seamos exigentes y exquisitos en la preparación de ese futuro que queremos para ellos, porque, no lo duden, al final todo importa. Y está en nuestras manos.

miércoles, 5 de junio de 2013

Entonces

Recuerdos de la pereza inútil de la infancia

 


 





Nos gustaba rodar sobre la hierba, observar los insectos, los renacuajos antes de que se hiciesen ranas. Mirar a las mujeres que tendían la ropa, despertar la pereza de las horas completas, las que pasan sin miedo a que nada se acabe. Esperar que tu madre gritase «la merienda» y volver a la calle del pan con chocolate.

Las tardes infinitas, los lugares perfectos, donde habitaban juntos los grillos y el asfalto.

Se podía pasar de la ciudad al campo sin salir de mi calle. Se podían vivir las vidas de los libros, o inventar otras nuevas. Los amigos valían más que cualquier juguete, la aventura esperaba siempre en las escaleras, que bajabas deprisa sin usar pasamanos ni barandilla alguna. Quién necesita apoyo cuando se siente inmune a todo lo que duele.

La galbana jugaba con la risa y al corro, a la queda, al cascayo, a la goma y a todo.

La galbana agotaba la luz de cada día, y encendía farolas y bombillas y lámparas, y nos llevaba a casa a cenar y a la cama. Un lapsus solamente, la mañana volvía. Y volvía otra vez cargada de pereza, de carreras y olores. Y había primavera, y verano. Así sería siempre, estábamos seguros.

Entonces no sabíamos que hay cosas que terminan, personas que abandonan, miedos que no nos dejan vivir esa pereza con gozo y sin recortes. Entonces el presente pesaba como el oro, se medía en quilates, ni el antes ni el después tenían importancia.

Ahora el pasado duele, por su propia inconsciencia, y por esta certeza de haberlo ya perdido. Condiciona el futuro todo lo cotidiano porque asusta saberse inseguro y finito.

Ahora necesito coger la barandilla, mirar los escalones y no pisar en falso. Sentirme cuidadosa, forzar el optimismo. Y necesito, al menos cada una o dos semanas, como una medicina que sosiega el cerebro, volver a la pereza inútil de la infancia, desconectar el ritmo circular de mis pasos y escribir estas cosas, que no sirven de nada.



martes, 21 de mayo de 2013

Gente corriente

La excepcionalidad que encierran las vidas aparentemente comunes




Mi familia, como la mayoría de las de ustedes, es gente corriente. Gente que sobrevive al día a día, con mayor o menor entusiasmo, con más o menos dificultades. Gente aparentemente sin historias destacables, y, sin embargo, cuánta gente sencilla, como ustedes y yo, como sus familias o la mía, serían auténticos héroes del celuloide.

Mi abuela sobrevivió a la guerra y a la dura posguerra siendo la mujer de un republicano encarcelado, con seis hijos pequeños. Hasta que a mi abuelo lo dejaron volver del «campo de trabajo» a morir a casa con 42 años. Nunca la oí quejarse.

Al contrario, cuando empezó a obtener lo que honestamente le pertenecía se sentía agradecida. Tantas nadas hacen que lo poco parezca mucho.

Tardó bastante en entender que no era el propio Adolfo Suárez quien le pagaba aquella pequeña pensión de viudedad que le llegó tras la democracia. Siempre se lo agradeció a Suárez, como si se conociesen y hubiese sido generoso con ella, incluso después de cambiar el presidente del Gobierno.

A mi abuela le gustaba viajar, en ocasiones se subía a un autobús cargado de amigas y vecinas para pasar dos o tres días en los Sanfermines o conocer la Giralda de Sevilla. Qué no daría hoy ahora por conservar aquella enciclopedia en la que yo había anotado con una cruz las fotos de cada una de las ciudades españolas más importantes que ella había visitado.

En alguno de los años setenta, no puedo recordar cuál, se subió en un avión rumbo a Nueva York, a visitar a sus hijas emigradas años atrás y a la Estatua de la Libertad, por la que subió hasta lo más alto. Estoy segura de que fue feliz.

Cuando yo era niña quería ser como las protagonistas de las películas que veía o de las novelas de aventuras que leía. Quería ser especial, destacar entre la mayoría, vivir una historia que dejara huella. Para ello tendría que dejar de ser yo misma y transmutarme en alguien diferente, interesante y único. Con el tiempo debía llegar esa «vida de película con final feliz».

Miren ustedes por dónde, he conseguido comprender que esa vida es en realidad la de todos nosotros. Insignificante entre la mayoría, pero única. Con todos los ingredientes de cualquier novela. No nos falta ni el miedo, ni la felicidad, ni el dolor, ni la angustia, ni el descubrimiento del gozo, ni el esfuerzo, ni la recompensa, ni siquiera la decepción.

Somos, sin saberlo, gente corriente con vidas de película. Aunque el final nunca sea feliz, simplemente definitivo.

martes, 7 de mayo de 2013

Lo normal


Las lenguas no son excluyentes, sino que transmiten experiencias de vida

 
 


Hace un tiempo me preguntaba mi madre por una escritora de la que había visto una entrevista en la televisión regional . Cuando yo quise saber si hablaba en asturiano o en castellano en la entrevista, mi madre me contesto: «No me acuerdo, hablaba normal».

Lógicamente busque en internet y comprobé que ambas, entrevistadora y entrevistada, dialogaban en asturiano.

En estos tiempos en que manejarse en varios idiomas es tan necesario, no sólo para viajar, sino también para encontrar un trabajo, dentro y fuera de nuestras fronteras. Tiempos en los que ser bilingüe parece claramente una ventaja, resulta que convivimos con más personas bilingües de las que creemos. Personas que, como mi madre, no diferencian si lo que oyen está en castellano o en asturiano, porque lo entienden de igual modo. Personas que posiblemente llevan toda una vida realizando el esfuerzo de evitar la manera de hablar de su infancia porque siempre les dijeron que «sonaba mal, que hablaban mal». Todos ellos se merecen que sus biznietos y sus tataranietos vean también normal el asturiano.

Se merecen además que esas generaciones venideras sean capaces de escribirlo, de leerlo, de cambiar de lengua, según les apetezca, sin complejos y sin miedos. Sabiendo que hablarán un mejor castellano cuando sepan distinguir qué parte de su discurso es en una u otra lengua.

Recuerdo ahora, con tristeza por su reciente fallecimiento, aquella charla del profesor senegalés de la Universidad de Dakar, Amadou Ndoye, en la que hablaba de los idiomas como llaves para la vida, y hablaba mucho de la vida. De la vida de un senegalés que conocía perfectamente el castellano y que quería que el mundo también conociese a Senegal.

Contra lo que algunos piensan, las lenguas no son excluyentes, son una herramienta de comunicación y de transmisión, de transmisión de cultura, ya que las experiencias no siempre son las mismas, tampoco es la misma la forma de nombrarlas. Pero las experiencias pueden compartirse, igual que las palabras.

No son las lenguas las que nos separan, son los usos, los malos usos que algunos hacen de ellas los que nos ponen en guardia contra el objeto equivocado.

No reniego de ninguna de las dos lenguas con las que convivo, me gusta el castellano y me gusta el asturiano. A las dos les debo muchos momentos felices.

Si saber más de un idioma nos hiciera más pobres o más estúpidos, no nos resultarían tan admirables las personas que conocen tres, cuatro, cinco o siete idiomas.

En palabras del propio Amadou Ndoye : «Aprender un idioma es asumir una cultura. Y en el mundo hoy ser monolingüe es una enfermedad que se puede curar». Empecemos por lo fácil, lo nuestro.

miércoles, 24 de abril de 2013

Primavera en la escuela

El profesorado, pieza clave en la enseñanza

Primavera en la escuela


 

Lo estábamos deseando. Necesitábamos confirmar que el sol puede salir tres días seguidos, que ni la lluvia ni el invierno son para siempre. Que los parques siguen en su sitio, que después del colegio hay vida al aire libre. Aunque solo sea un espejismo que dure poco porque, por mucho optimismo que queramos acumular, el otoño está a la vuelta de la esquina.

Y ellos no lo saben, volverán al colegio con «las pilas recargadas» del verano, deseando encontrarse con sus compañeros y compañeras otra vez. Quizá sin muchas ganas de retomar el trabajo, los ejercicios, los exámenes, pero lo que sí es seguro es que muchos de ellos volverán contando el nuevo curso con menos ayuda, menos profesores para apoyar sus dificultades, porque en la mayoría de los centros públicos asturianos se ha suprimido alguna plaza de profesor (habrá unos 170 menos que este curso).

Supongo que la Administración considera que con menos se debe hacer más, pero las familias y los docentes saben que nunca es así, que el tiempo es limitado y que si hay que ocuparse de veinticinco alumnos y alumnas a la vez es imposible darles a cada uno toda la atención que se merecen.

Espero que esto sea un bache y que a no mucho tardar volvamos a disponer de más horario para apoyar a esos niños que, sin tener grandes dificultades en su aprendizaje, sí necesitan en determinados momentos un refuerzo que les ayudará a pasar de curso sin mayores problemas.

Sería muy triste volver a aquella enseñanza que yo viví, con treinta o cuarenta alumnos por aula, en la que aprender consistía en memorizar datos que luego se olvidaban con gran facilidad. Quien podía hacerlo progresaba y quien no, se iba quedando atrás.

A los políticos, a la gente corriente de la calle, se nos llena la boca cuando hablamos de la necesidad de una enseñanza de calidad (ya nos hemos aprendido el término de tanto oírlo), pero no crean ustedes que ni todos tenemos la misma idea ni, por supuesto, estamos de acuerdo en los términos de esa calidad.

Lo que sí sabemos es que la enseñanza es mejorable. Dejaría de serlo si no fuese así, si no estuviese en constante evolución, si no se acoplase al avance de la vida y de la sociedad.

Por supuesto, también los docentes somos mejorables, empezando por la propia formación universitaria que debería ser revisada y mimada como si de la tarea más importante para la sociedad se tratase. Pero lo que sí es seguro es que «sin profesores no hay escuela» por muchas primaveras que vayamos acumulando.



martes, 9 de abril de 2013

Un Nobel de la palabra


La presencia de Seamus Heaney en Avilés

Buscar la palabra justa, la que diga exactamente lo que queremos. Buscar la que no nos delate. O simplemente hablar, escribir o escuchar sin más interés que dejar que las palabras fluyan, que cumplan su cometido de relacionarnos, de transportar la realidad fugaz a un estado más duradero.

Nombrar las cosas es la mejor manera de perpetuarlas. Todo lo que recordamos ha sido nombrado alguna vez. Nuestro pensamiento está tan unido a las palabras, a las que nos hacen felices y a las que nos hacen sufrir, incluso a las banales que nos cuesta recordar poco después de haberlas pronunciado, que cuando somos capaces de articular con ellas emociones, ideas o deseos, sentimos, cierta tranquilidad, porque todo está en su sitio, definido, incluso si es para enfrentarnos a lo que no nos gusta.

Siempre he creído en el poder de la palabra, en la que reconforta y en la que hiere. Quizá por eso la busco tantas veces, entre la música, en las páginas de un libro, en la propia voz de los poetas. Quizá por eso me sorprenda tanto comprobar una y otra vez lo poco que interesan esas mismas palabras que a mí me mueven.

La última vez ha sido hace unos días. «El poeta actual más importante en lengua inglesa», un premio Nobel de Literatura (un premio Nobel de la palabra), se acercó a Avilés a recitarnos sus versos. Seamus Heaney dedicó parte de su tiempo al público del ciclo «Palabra» que se viene desarrollando desde hace unos meses en la cúpula del Centro Niemeyer y que, a pesar de la importancia de los autores, nunca se llena.

Circunstancia favorable, todo hay que decirlo, para aquellos que queremos acercarnos a estos actos sin necesidad de guardar grandes colas o madrugar en exceso para conseguir una entrada. Pero triste, sin embargo, si pensamos qué pasaría si quienes viniesen a «hablar» fuesen algunos de los protagonistas de cualquiera de los «reality shows» que triunfan en la televisión. Es posible que hubiese que hacerlo en el auditorio por cuestiones de aforo.

Hace unos años coincidía en la peluquería con una de esas concursantes cuyo único mérito era generar polémica ante las cámaras. Tuvieron que explicarme quién era y por qué se montaba tanto revuelo al entrar ella.

Tengo que confesar que es muy probable que si el mismo Seamus Heaney se hubiese sentado a mi lado ese día para cortarse el pelo yo no lo hubiese reconocido. Y podría haber sido así, porque no es la primera vez que visita nuestra comarca, que crea y comparte en Asturias su palabra.

Y nosotros dándole importancia a lo que no la tiene. No tenemos remedio.